Diez minutos para un amigo

Una gélida y lluviosa mañana de enero entró a mi oficina Fernando el encargado de servicios generales. Con la mirada perdida y profundamente afectado por una serie de situaciones personales y laborales que se había desatado en la oficina. Por el trance de incomprensión no le quedaba con quien hablar en esas largas jornadas de trabajo. Independientemente de culpable o no, a las contiendas que se había suscitado, por lo general era un hombre laborioso, tesonero y le ponía ahínco a los asuntos que eran de su correspondencia.

Tomó asiento, como quien busca su último refugio en esta vida antes de tomar una terrible decisión. Observé su rostro macilento, demacrado, con evidente preocupación, al grado de desencadenarse una depresión invasiva a sus emociones.

Estuve esperando que se expresara pero no le salían las palabras. Depositó el codo de su brazo derecho en mi escritorio y recostó su cara en su puño cerrado con una notable bruma interior mirando a la nada. Permaneció así por varios minutos mientras yo examinaba su deplorable estado de salud emocional, que se reflejaba a todas luces en lo físico.

—Mírate Fernando— Este problema más temprano que tarde terminará acabando con tu corazón. ¡Te puede dar un infarto! Le dije muy preocupada. —Sé que no soy tu amiga cercana, pero te aprecio mucho, me duele verte así. “Tienes la muerte dibujada en el rostro”. Proferí como último recurso para hacerle consciencia y atendiera su salud.

Balbuceante, con la voz apaga y queda, trató de explicarme desde su punto de vista personal en un plazo de diez minutos una serie de cosas que yo conocía, defendiéndose de los ataques que había recibido en las trifulcas de hacía algunos días. Se había instalado una enemistad con él, habiéndolo aislado del grupo de la chercha. Sabía que se sentía ignorado, rechazado y menospreciado, al colmo de experimentar un ninguneo absoluto en la empresa. Algunas de sus acciones fueron repudiadas, aunque sabía que no era culpable del todo.

Mientras yo movía la cabeza de izquierda a derecha con un “NO”. Queriendo hacerle ver que debía salir del bochinche laboral; en que él participó en muchas ocasiones, detractando a algunos indefensos y ahora lo atacaban a él. En parte eran consecuencias de una serie de yerros donde se fue amontonando la basura pestilente del chisme de la oficina y alguien le pegó fuego al montículo de los desperdicios acumulados y toda la empresa ardía con llamas infernales. En lo que a mí concernía no almorzaba durante varios meses en la cocina; prefería hacerlo en la calle y así mantenerme fuera de las llamaradas que se alzaban a altos niveles de temperatura de intolerancia e irrespeto.

Mientras hablaba con él su desolación era más notable hasta empezar a dejar escapar algunas lágrimas de desconsuelo. En esos momentos repiqueteó el teléfono de mi oficina, la recepcionista me informaba que tenía a tres personas diferentes a mí espera.

Me fue necesario decirle que continuaríamos la reunión, Fernando apremiaba que le siguiera hablando, apenas estábamos entrando en la parte espiritual. Pero los clientes tenían una cita previa, tenían una hora para su cita y yo me había corrido en la reunión imprevista con mi compañero de trabajo.

Antes de levantarse dijo la única palabra coherente que le escuché esa mañana nublada: — ¡Me siento solo! Bajó la mirada y se perdió su figura dando un traspié en el pasillo sin inmutarse por el golpe.

Al día siguiente. Los minutos se volvieron horas y el trajín de mi día fue muy acelerado, de vez en cuando, Fernando,  pasaba por mi oficina y siempre encontró a un cliente conmigo. Cuando asomaba su cabeza me volvía la preocupación por él y lo tenía pendiente. Salí a su búsqueda en mi hora de almuerzo para invitarlo a comer, pero estaba en la calle, él también tenía un día afanado. La tarde estuvo más tranquila para mí, pero a Fernando lo enviaron a realizar labores fuera. Estuve un buen rato después de la hora de salida, pero me desesperé al ver que oscurecía rápidamente y arranqué en mi vehículo camino a casa.

Dormí como un tronco hasta las doce de la noche luego no lo podía sacar de mi cabeza. Ahora era yo la atormentada. No debí dejarlo salir así, en esas condiciones.

Al otro día, llegué lo más temprano que pude para verlo y entré directo a la cocina. Estaban un pequeño grupo de empleados conversando entre sí, e instintivamente pregunté ¿Qué pasó? ¿Dónde está Fernando? Nadie contestó y una mujer empezó a llorar. Un escalofrío me atravesó de los pies a la cabeza. Todas las células de mi cuerpo me gritaban que algo terrible había pasado. Tomé asiento y esperé que alguien lo soltara: —Sabemos que él estuvo hablando contigo ayer—. Y estaba muy mal, murió a eso de las doce la noche de un infarto fulminante.

—¿A qué hora regresó en la tarde? —, indagué pasmada de asombro. Diez minutos después que te fuiste, alguien contestó con desgarbo a mis espaldas. Preguntó por ti y la hora que te fuiste. No dijo más nada y se marchó a su morada.

Sentía mareos y unas arcadas estomacales me presionaban con urgencia los gestos vomitivos. Voté todo lo que llevaba dentro en el lavabo, sin poder llegar al retrete.

Estaba desconcertada, si tan solo me hubiese detenido un poquito más el día de ayer, quizás hoy la historia fuera diferente. Ese sentimiento de culpa me llenó de niebla negra, como el polvo de Sahara llegara posara sobre mi cabeza. El sí “hubiera” me castigaba la mente acuchillándome la razón. Aunque no se lo dije a nadie esa noche no dormí teniendo pesadillas con él. Estaba vivo e iba a pedirme ayuda mientras yo miraba el reloj y le decía que no tenía tiempo, que esperara un turno porque tenía un cliente.

Sabía que no era mi total responsabilidad, pero Dios lo puso frente a mí horas antes de partir, pude terminar, posponer el trabajo de la empresa y hacer el trabajo de Dios. Se asió de mí una rabia incontenible. ¡Estaba enojada conmigo misma!

Cuantas veces por el afán de la vida no nos detenemos a atender a las urgencias de los que mueren. Habiendo yo misma leído en horas tempana la muerte reflejada en su rostro.

Cuando leas muerte, soledad, tristeza, suicidio, depresión. Cuando veas la devastación del hoyo negro del pozo de la desesperación dibujada en el semblante de alguien por favor “detente” diez minutos, no cometas mi error, es posible que el socorro que viene de Jehová lo estén enviando contigo. Ese día confirmé que podía leer algunos finales en la faz de un hombre preocupado y me propuse caminar la milla extra de diez minutos para un amigo que quizás sea su última oportunidad de ver a Dios a través de mis palabras de consuelo y llevarle el plan de salvación.

Diez minutos para un amigo, podrían asegurarle la eternidad en el cielo.

Jenny Matos.

Santo Domingo, República Dominicana.

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